martes, 20 de mayo de 2014

Sin título - por Rodrigo Cabezas Astorga.

Desde Coelemu a Santiago todo parecía más rápido, y menos preparado para mí. Mi madre permitió que me llevara a mi perro, Joe -mezcla de Pastor Alemán y Dobermann- prometiéndole que, aun no cumplida la década de edad, me haría responsable, cuidaría de él y lo alimentaría.
A los pocos días de instalados en la casa de calle Marín, ya habíamos recibido múltiples reclamos del vecindario porque Joe no se adaptaba y aullaba toda la noche. Quien más reclamaba era el chico de la casa de atrás -nunca supe su nombre-, que estudiaba música e intentaba tocar el Clarinete o el Oboe -en ese tiempo era completamente incapaz de distinguir el sonido de uno o de otro- cuando el perro más extrañaba nuestro pequeño pueblo.
A las pocas semanas, debimos despedirnos de Joe, para no enfadar al barrio entero. Se quedó por la Villa Olímpica, seguro que hoy sus nietos hacen felices a muchos niños.
Años más tarde yo intentaba, igual que hoy, tocar la guitarra un poco mejor y trataba de leer unas partituras muy sencillas, pero que se me resistían, como se me resiste casi todo el aprendizaje formal... tocaba y repetía, tocaba y repetía...
Una melodía en la misma armonía, de pronto, empezó a acompañar mis intentos. Un sonido de viento y madera.
Estuvimos tocando juntos por más de media hora, yo en mi cuarto, él en el suyo... yo en calle Marín, él en el pasaje de atrás... no nos vimos las caras, no llegamos a conocernos... ni siquiera supe su nombre, pero la música y su magia sencilla en Do Sol Fa y La menor, nos reconcilió. Joe volvió, en mi imaginación, a pasear libre por Coelemu...


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